🍃 Hola otra vez 🍃
Siempre soñé con crecer entre ríos y montañas, tener una familia aventurera que planificara vacaciones de acampada o escalada, visitar sitios nuevos con frecuencia y maravillarme constantemente con la inmensidad del mundo que habitamos. Pero mi realidad fue diferente y esa cercanía con lo natural no fue tan orgánica para mí. No se sentía como hogar hasta que llegó una pandemia que me encerró en un cuarto sin ventanas y la necesidad de ver azules, verdes, la lluvia y el sol se volvieron casi tan importantes como comer y dormir.
Estudios han demostrado que personas con depresión -desde leve hasta severa- muestran una mejoría de humor, se sienten más motivados y energizados luego de caminar cerca o directamente en la naturaleza. También que “mientras más verde es el entorno en que viven las personas, menos trastornos mentales como ansiedad y depresión padecen”. Incluso, el autor Richard Louv mencionó en su libro ‘Last Child In The Woods’ algo que llamó como desorden de deficiencia de naturaleza que no se trata de alguna anomalía en el cerebro sino de la pérdida de la conexión entre los humanos y su ambiente natural.
Con todo esto en mente quizá te estás preguntando ¿cuánto tiempo en la naturaleza es suficiente para sentir sus efectos, entonces? Bueno, según un artículo publicado en la Yale School of the Environment, dos horas por semana es el tiempo ideal. Aquí puedes leer un poquito más.
🌳 ¿Qué piensas hacer con una sola vida salvaje y preciosa? 🌳
Estaba al borde de tener un ataque de pánico cuando mi terapeuta me recomendó salir a caminar por, al menos, 15 minutos. No era la primera vez que sentía la sensación de no estar en mi cuerpo, de que las ganas de llorar y el ahogo llegaran hasta lo más hondo de mis pulmones y garganta. Tampoco era la primera vez que le escribía a mi terapeuta para decirle que estaba en el piso, sin poder pararme y sin ver una salida a la bola de sentimientos que mi cuerpo y mi mente estaban experimentando.
Lo que sí pasó por primera vez fue esa respuesta: salir 15 minutos.
No me preguntes cómo logré pararme, pero lo hice. Le hice caso y salí a caminar. Primero sin rumbo, con mis audífonos puestos y al ritmo de cualquier canción que saliera en mi playlist ‘llueve y caminas’. Ya luego la dirección fue más sencilla: caminé hasta alejarme lo más posible de mi casa. Sin darme cuenta dejé de sentir que el mundo se acababa, la presión en el pecho se aflojó poco a poco y terminé en un sitio que no conocía. Estaba rodeada de árboles, de muchísimo verde y de repente la sensación asfixiante de ciudad se convirtió en un sitio libre y en donde el aire fresco me aligeró hasta el último pensamiento. Fue liberador.
Otra vez mi terapeuta tuvo razón. Salir por 15 minutos sí ayudó.
Encontré un bosque que no era realmente un bosque. No recuerdo exactamente por qué lo bauticé así, pero era un terreno verde inmenso que se expandía en el horizonte y, bien a lo lejos, me dejaba ver la silueta de edificios de Londres. Ese bosque-no-bosque siempre me pareció noble porque me recibió cuando estaba triste, solidificó mi amistad con Gandhi en medio de una cuarentena que parecía eterna y me regaló picnics y caminatas con Julen, Neyan y Cookie sin pedirme nada a cambio. Estar en él me hacía sentir bien: ya no sentía dolor en el pecho, no quería llorar y encontraba calma pese a estar sola en un país foráneo en medio de una pandemia.
Con el tiempo, comencé a leer que cada vez eran más las personas que encontraban la misma paz en cualquier rincón de naturaleza que tuviesen cerca. Para algunos era un parque, para otros su propio jardín, pero lo que había en común era ese pedacito de tierra verde que parecía mejorarlo todo aunque fuese por unos minutos.
Hablar de cómo la naturaleza nos ayuda mentalmente se siente como un proceso abierto en mí. Todavía estoy buscando encontrarme en medio de la inmensidad y abrirle el corazón completo para que me ayude a sanar mejor. Es por eso que esta edición del newsletter va a ser un poquito diferente: no voy a escribirla solo yo.
🗻 Mi primera autora invitada: Helena Carpio 🗻
Hele es mi amiga desde hace varios años y no he dejado de admirarla ni un solo segundo. Es fotógrafa, periodista y sin duda una de las personas que más sabe de naturaleza que conozco, no solamente porque se ha encargado desde su oficio periodístico de mostrarla en todo su esplendor y lo que la daña sino porque se rodeó de naturaleza desde siempre con su su infancia llena de verdes, barro, montañas y ríos.
La invité para que escribiera el significado que la naturaleza tiene para ella sin pensar en que iba a encontrarme con una historia de salvación. Aquí te va:
“Sentí un funeral en mi cerebro”. Así comienza el poema que me ayudó a escalar montañas.
La culpabilidad era lo más pesado. Tener el inmenso privilegio de estudiar en el exterior, buena salud, una familia que me ama, profesores extraordinarios, y no poder pararme de la cama. Hasta que leí un poema de Emily Dickinson, una poeta americana del siglo XIX.
(Aquí un fragmento traducido)
“Sentí un funeral en mi cerebro,
los deudos iban y venían
arrastrándose -arrastrándose -hasta que pareció
que el sentido se quebraba totalmente –
y cuando todos estuvieron sentados,
una liturgia, como un tambor –
comenzó a batir -a batir -hasta que pensé
que mi mente se volvía muda –….”
Tenía 21 años y no entendía qué me ocurría. Dormía 14 horas. Abría los ojos y después de un debate interno de diez minutos, donde imaginaba escenarios hipotéticos del uso de mi tiempo, concluía que nada valía la pena lo suficiente como para despertar. Prefería existir en mis sueños - allí nada dolía. Levantarme de la cama requería energía que no tenía. Entonces la mitad del tiempo no me levantaba. No iba a clases de la universidad. No contestaba el teléfono en semanas. No comía. No tenía control sobre mi vida. Sentía una sombra negra de varias toneladas hundiéndome en un hueco sin fondo, donde costaba respirar o ejecutar las tareas más rutinarias, y donde vivir exigía esfuerzos imposibles.
Supe, en pleno salón, que tenía depresión porque en mi cerebro había un funeral. Cada día moría un pedazo de mí y había que enterrarlo en una tumba sin nombre, porque eran partes que desconocía. Y como mapa que orienta a los náufragos, a través de ese poema me encontré dentro de los féretros. Mi depresión era un cansancio silenciado, un gran luto ignorado, una tristeza desatendida. Era una negación de mi mecánica interior. Era un malentendido con la vulnerabilidad.
A partir de entenderme desde ese sitio pude ser más amable conmigo. Me premiaba cuando lograba pequeñas hazañas. Hacía cosas que me gustaban como salir a caminar por un parque boscoso a las orillas del Charles River a las 3 de la madrugada. Y caminaba por horas, hipnotizada por el reflejo de las luces de neón desafiando las corrientes, sintiendo la brisa gélida que entraba del mar y batía los árboles al ritmo de sus olas. En una salida encontré un árbol torcido, le puse nombre y guindé mi hamaca. Regresé de día a leer entre sus ramas y a dormir siestas entre sus raíces. Por alguna razón dormir en mi cuarto era una reclusión, pero dormir afuera era liberador. Poco a poco, muy despacio, me sentí mejor.
Comencé a trotar, a escalar, y un día decidí subir una montaña. En la cumbre de Mount Washington, la más alta del noreste de los Estados Unidos, entendí que tenía el poder y la capacidad para lograr metas que no pensaba que podía. El poder de levantarme de la cama.
Logré sanar en Venezuela. Desde el primer día de clases en Estados Unidos supe que, al graduarme, regresaría a casa. Crecí en una finca en el estado Monagas y, de pequeña, recorrimos el país por carretera. Construí mi hogar del relieve de esos viajes, de los pueblos y sus plazas Bolívar, de los acentos atropellados y de los atardeceres impredecibles pero constantes. Forjé mi identidad rodeada de ocho perros, monos araguatos, iguanas, decenas de gallinas, árboles de limón y bromelias salvajes. Pertenecer a ellos se hizo medular, por eso no concebía la vida lejos.
Al regresar a mi país comencé a subir montañas. Lo asumí como mi deporte y mi tratamiento. En 2015 viajé a Mérida tres veces para visitar los Andes. En 2016 viajé seis. No entiendo exactamente cómo ocurrió, pero la montaña me curó.
Observar al tiempo pasar por valles y picos, en silencio, me conectó con algo que se sentía familiar y fácil. Los frailejones que cubren los páramos crecen centímetros al año y vi algunos de cuatro metros de altura. Insectos posados sobre 4.000 metros, con alas delgadas y translúcidas luchando contra el viento. La magnitud del paisaje y los millones de años que le tomó a la tierra levantar cordilleras. El cuerpo humano, frágil y vulnerable, desafiando la inmensidad. Esas montañas restauraron mi capacidad de asombro. Volví a sentir la emoción que había perdido. Escuchando el silencio y observando las horas, encontré catarsis.
De allí viene el poder de la naturaleza: pertenecemos a ella. Por seis millones de años nuestros ancestros habitaron espacios salvajes. Nos alimentamos de lo que respiraba alrededor. Crecimos en la misma dirección que lo hacen los árboles; hacia el sol. Por el 99.9% de nuestra historia como especie, nuestro destino estuvo atado al de los bosques y ríos, y a lo que nos podían dar. Pertenecer es eso: estar constituído, de manera inextricable, por algo externo a nosotros - de forma en que el cuerpo sólo puede atrapar oxígeno cuando esas piezas encajan con las nuestras, entonces estamos completos y no hay vacíos.
Hoy la naturaleza y la humanidad habitan espacios diferentes. Incluso los espacios verdes están delimitados, cercados. Los Parques Nacionales son refugios biodiversos que protegen a la naturaleza del hombre. Las ciudades son lugares que excluyen a la vida salvaje, que resguardan contra las bestias. Vivimos separados. Y no tiene sentido porque hoy, igual que siempre, somos interdependientes. Pertenecemos juntos.
Crecí en un espacio donde la vida se reafirma constantemente. Después de incendios, inundaciones y fuertes sequías, los arbustos y los pájaros regresan. A veces no tan diversos o tan robustos, pero siempre luchando para cumplir el propósito que los trajo al mundo: vivir y asegurar la supervivencia de su especie. Tuve que irme a Boston para entender que mi imperativa siempre estuvo en las sabanas de mi niñez: crecer hacia el sol, cuidar a lo que pertenezco y hacer del mundo un lugar mejor para asegurar la supervivencia de los míos.
Lo que Helena te recomienda para acercarte a la naturaleza 🌳
📖 Libros que son una introducción obligatoria a la naturaleza y me cambiaron la vida: Into the Wild de Jon Krakauer y Walden de Henry David Thoreau.
🍿 Peliculas y series: Planet Earth de la BBC One, Cosmos: A Personal Voyage (1980) de Carl Sagan, The Tree of Life de Terrence Malick, Grizzly Man de Werner Herzog, The Secret Life of Walter Mitty de Ben Stiller, The Salt of the Earth de Juliano Ribeiro Salgado
Mas allá de leer y ver películas mi recomendación es que busquen el árbol más cercano y se sienten cerca de él, o el parche verde más decente y lo atraviesen.
🐞 Recomendaciones 🐞
Por último, te dejo una lista de ✨ cositas lindas que me hicieron sentir bien y quizá a ti también ✨
👗Seguro conoces a Homero, Lisa, Bart y Marge Simpson, pero ¿sabías que Balenciaga, la casa de moda legendaria encabezada actualmente por Demna Gvasalia, los vistió para una pasarela? Pues sí. Los invitados virtuales de su presentación de la colección primavera-verano 2022 en la Semana de la Moda de París vieron el estreno de un capítulo especial de 10 minutos de Los Simpsons. No te digo más. Aquí está el link para que lo veas.
💽¿Mi nueva obsesión musical? Montero de Lil Nas X.
Peliculas/Series: Planet Earth de la BBC One, Cosmos: A Personal Voyage (1980) de Carl Sagan, The Tree of Life de
Terrence Malick, Grizzly Man de Werner Herzog, The Secret Life of Walter Mitty de Ben Stiller, The Salt of the Earth de Juliano Ribeiro Salgado, Wim Wenders
🎨Descubrí a Remedios Varos hace par de años y desde entonces sus obras no dejan de parecer un sueño, ¿te ha pasado que ves algo y automáticamente te transporta a algún lugar que al parecer ya conocías pero nunca has ido en verdad? Eso me pasa cada vez que veo alguna de sus pinturas. Aquí te dejo un perfil de ella.
📺Crecí viendo MTV todos los días y recuerdo sentirme la más cool del mundo. Hace poco encontré este link para revisitar sus primeras dos horas al aire. Feeling old, now?
📚Hice una maestría en Periodismo Multimedia pero si te soy sincera, habría matado por hacer esta sobre The Beatles. Síp, así como leíste: una maestría sobre The Beatles.
Eso es todo por hoy, amichis. No prometo que esta sea la única edición sobre la naturaleza, porque como escribí antes: sigo aprendiendo sobre/de/con ella.
Gracias por llegar hasta aquí. Espero que decidas quedarte para la próxima edición.
Chao, pescao 🐠
✨ Francis Peña ✨
Totalmente conmovida con este texto. He tratado de recordar cuando fue la última vez que me di ese espacio con la naturaleza, y no logro recordar. Mientras leia solo me conectaba con el sentimiento de cuanta falta me hace... Graciaaaas por esto!